martes, 3 de noviembre de 2009

Receta de verano

"Le escuché sin interrumpirle, sin dejar tampoco de hojear el libro. Luego le miré, me sonreía, le sonreí, y pensé que debería darle dos besos para agradecerle el detalle, pero no conseguí moverme. Era la misma extraña parálisis de la primera vez, pero no llegué a reconocerla. No tuve tiempo. Cuando él dio un paso hacia mí, mis pies le respondieron acortando la distancia en la misma medida. Cuando extendió los brazos hasta posarlos en mis hombros, mis manos dejaron caer el recetario al suelo. Cuando colocó el brazo derecho a la altura de mis omóplatos y rodeó mi cintura con el izquierdo, mis dedos ya se estaban tocando detrás de su nuca. Cuando me besó, le besé, y él me besó, y yo le besé, y me besó, y le besé, y el mundo se hizo líquido, caliente, pequeño, tenía la piel áspera, la lengua dulce, todo era áspero y dulce, y cabía en la frontera simétrica de nuestros labios pegados, que se despegaban a veces, y se volvían a pegar para encontrar otro sabor que era fresco y a la vez ardía, y yo nunca había besado a nadie así, nunca había sentido esa necesidad implacable de besar, y de besar más, de seguir besando, como si me jugara la vida al borde de la boca, como si más allá del cuerpo que abrazaba no existiera nada, como si los brazos que me estrechaban me protegieran de un vacío negro y compacto que codiciaba la fuerza de mis propios brazos. La intimidad tenía un sonido, pero también un tacto, y un gusto especiado, goloso, tan placentero como ningún sabor. Lo sé porque cuando sonó el teléfono, Rober me soltó, se separó de mí con cierta precipitada brusquedad, y yo estaba vestida, y nunca me había sentido tan desnuda como entonces.

[...]

Pero no se movió. Yo tampoco. Me quedé quieta, inmóvil, en el mismo sitio donde me había dejado, incapaz de pensar, de calcular, de decidir ninguna cosa. Sólo sabía que quería besarle, besarle más, seguir besándole, y que la magnitud de mi propio deseo me paralizaba. Por eso le miré sin decir nada, con los ojos muy abiertos, y él cerro los suyos, vino hacia mí, y me besó.

El teléfono sonó dos veces más, pero en un sitio diferente al lugar donde nos besábamos. Yo estaba apoyada en la pared y Rober, que había dejado de murmurar que aquello era una locura, una locura, se apretaba contra mí, recorriendo mi cuerpo con las manos como si estuviera ciego, cuando un claxon tan potente que vibró en el cristal para que yo lo sintiera en toda la espalda, nos devolvió de golpe al mundo real donde los teléfonos sólo saben sonar de una manera."


Estaciones de paso, Almudena Grandes

1 huellas:

Samuel dijo...

si que la vi...ya te digo ahi el bicho pasandole de la boca y tal...me esperaba cualquier final menos ese...jajaj
lo modificare y pondre tmb de saw y videoa de musica, aunq no tenga nada que ver

 
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